martes, 20 de mayo de 2008

Literatura e identidad (4º A-B)


LAS ZAPATILLAS DE MIGUEL
Felipe Ossandòn


Miguel se sentó en el paradero a esperar que pasara la micro. Había estado tomando cerveza con sus amigos en un clandestino que no tenía nombre ni letrero ni nada por el estilo. En su población había uno cada diez casas.
El paradero tenía publicidad de una financiera o algo así y estaba roto, al parecer por un piedrazo. Miguel se puso a pensar cuál de sus amigos habría sido, porque era típico que cuando estaban aburridos y medio entonados, salían a apedrear focos, letreros o cualquier cosa que estuviera iluminada.
“De repente fui yo mismo y no reacuerdo”, pensó cagado de la risa.
Ya eran como las tres de la mañana: Según sus cálculos, la último micro tenía que estar por pasar. Pero a él no le importaba que se demorara; tenía toda la noche.
Mientras sacaba un Life del bolsillo de su camisa, se puso a pensar en què iba a gastar la plata que ganaría. No sabe si comprarse unas zapatillas ricas, un chaleco o tal vez unos anteojos oscuros, pero se paró en seco porque también se le ocurrió que quizás no le alcanzaba ni para invitar a tomar a los compadres que lo habían salvado esa noche.
El cigarrillo tenía un gusto asqueroso, pero igual le servía para quitarse el frío. Estaba empezando el otoño y en las noches ya no se podía andar así no más, con camisa.
Cuando se le acabó el cigarrillo no supo què hacer. Seguía teniendo frío y la micro no aparecía. No podía meterse las manos a los bolsillos porque uno estaba roto y en el otro tenía la pistola.
Se puso a saltar frotándose las manos y con unas piedras que había por ahí empezó a creerse el Bam Bam Zamorano, y hacía como que le metía goles al paradero desde todos los ángulos, pero no se atrevió a cabecear.
Cuando se aburrió de eso, se acordò de un juego que era muy común entre sus amigos: tirar escupos al cielo y hacerlos caer de nuevo en la boca. Se instaló en mitad de la calle con los brazos abiertos mirando hacia arriba, lo que le daba un aspecto circense bastante ridículo.
No estuvo mucho rato jugando. La micro apareció a sus espaldas justo en el momento en que una gran pelota de saliva estaba en el aire. Cuando movió la cabeza para escuchar con mayor precisión, el escupo le cayó en plena cara.
Al ver que venía acercándose lentamente, Miguel se tocó el bolsillo en que tenía la pistola. Era una FAMAE calibre 28, de un color celeste horrible. Se la había robado a su padrastro un dìa que llegó curado a su casa. Miguel hizo parar la micro. Subió y pagó con monedas de diez pesos.
El micrero era un hombre viejo, como de setenta y tantos, se veía cansado.
Había sólo tres pasajeros: un borracho que dormía justo en el asiento de atrás del chofer y una pareja en el último asiento que se besaba y manoseaba como si el mundo se acabara en ese instante.
La micro estaba tapizada con calcomanías religiosas que decían” Dios es mi copiloto”, “Sólo Dios sabe si vuelvo” y cosas así; también tenía imágenes de vírgenes y santos, que Miguel no tenía idea que existieran. Había, además una en què salía un tornillo persiguiendo a una tuerca que decía:”No, por favor, sin aceite no”. Miguel no entendió el chiste.
Se sentó al lado del borracho, que tenía un olor que apestaba. Sin quererlo se quedò pegado mirando las calcomanías. Le gustaron, sentía algo raro cuando veía la cara de sufrimiento de los santos. Pero de repente reaccionó y decidió apurarse porque ya estaban por llegar al último paradero.
Lo hizo todo muy rápido. Se paró, sacò la pistola y se puso al lado del chofer. Le dijo que cerrara la puerta y que detuviera la máquina. El viejo al principio no entendió, pero cuando vio la pistola por el espejo se puso a tiritar y obedeció las órdenes que le daba Miguel.”Me gusta que sea obediente”, le dijo con suavidad.
El abuelo tiritaba y estaba a punto de ponerse a llorar. Era flaco, débil y no hacía ningún esfuerzo por evitar el asalto.
Mientras Miguel sacaba las monedas y los billetes- que, a todo esto, le alcanzaban de más para unas zapatillas-, el viejo entre sollozos y medio tartamudeando le dijo: “Piensa bien lo que estás haciendo. Le estás quitando el sustento a un pobre viejo indefenso. Si te llevas esa plata, caerán sobre ti todas las penas del infierno…”
Miguel lo miró con una cara extraña, como de compasión infinita. Sacó la última moneda de la caja de madera y le reventó la cara con una de las balas que escupió la FAMAE.
“El infierno no existe, compadre”, recitó sobre el cadáver.


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