“Hay una clase especial de locura que consiste en
haber perdido todo menos la razón”
Chesterton.
1.- El
ocio y la vida intelectual (Josef Pieper)
¿Qué significa filosofar?
En una primera aproximación puede decirse
que filosofar es un acto en el que sobrepasa o trasciende el mundo del trabajo.
Hay, pues, que precisar en seguida qué es entiende por “mundo del trabajo” y
después qué quiere decir “trascender” ese mundo.
El mundo del trabajo es el mundo del día de
labor, el mundo de la utilización, del servicio a fines, del resultado o
producto, del ejercicio de una función o rol; es el mundo de las necesidades y
del rendimiento, el mundo del hambre y de su satisfacción.
Recordemos las cosas que dominan hoy el día
corriente del hombre, nuestro día de trabajo; no es preciso para ello ningún
especial esfuerzo de imaginación: nos encontramos metidos drásticamente en el
centro mismo de este día de labor. Ahí están, por de pronto, las carreras y
persecuciones de todos los días por la simple existencia física, por la comida,
el vestido, la vivienda, el calor; después, sobrepasando las preocupaciones del
individuo y condicionándolas al mismo tiempo, están las necesidades de nueva
ordenación y reconstrucción, sobre todo en nuestra patria, pero también en
Europa, en el mundo entero. Luchas de poder para la explotación de los bienes
de esta tierra, oposición de intereses en lo grande y lo pequeño. Por todas
partes máxima tensión y sobrecarga, sólo aparentemente aligerada mediante
desviaciones y pausas acabadas apresuradamente: Periódicos, cines, cigarrillos.
No es necesario que siga componiendo el cuadro; todos sabemos el aspecto que
presenta este mundo. No es preciso, sin embargo, considerar sólo estas formas
extremas, críticas, que se muestran precisamente hoy. Basta pensar
sencillamente en el mundo del trabajo de todos los días, en el que hay que
poner manos a la obra; en el que se realizan y logran fines muy concretos,
metas que hay que tener a la vista con una mirada fija, orientada a lo cercano y a lo inmediato.
… Imaginemos que entre las voces que llenan
los talleres y el mercado, se alzase de repente una preguntando: “¿Porqué
existe el ser y no más bien la nada?”, antiquísima y primaria exclamación de
asombro filosófico. Si se formulase esta pregunta, inesperada y repentinamente,
entre hombres de acción y negocios, hombres preocupados del rendimiento y del
éxito, ¿no se tendría por loco al que la hiciese? En tales contraposiciones
extremas se hace visible la diferencia realmente existente; se hace claro que
con aquella pregunta se da un paso que trasciende el mundo del trabajo y lleva
lejos de él… la pregunta filosófica que lo es verdaderamente atraviesa la
cúpula bajo la cual está encerrado el mundo de la jornada del trabajo.
… El acto filosófico no es la única forma
de dar este paso “más allá del mundo del trabajo”. Sucede también con la
poesía, con el arte, con la verdadera creación literaria, con la oración, con el amor. ¿¡Cómo podrían ser comprendidas,
sirviéndose de categorías de utilización eficiente u organización racional!? …
Donde lo religioso no puede crecer, donde no hay lugar para la creación y
contemplación artísticas, donde la conmoción por el eros y la muerte pierde su
profundidad y se banaliza, ahí tampoco florecen el filosofar y la filosofía.
… Es fundamental, en el hombre, el
necesitar la adaptación al “mundo circundante”, y, al mismo tiempo, estar
orientado al “mundo”, a la totalidad de lo existente y que la esencia del acto
filosófico reside en trascender el “mundo circundante” y llegar hasta el
“mundo”.
Esto no quiere decir naturalmente que haya,
por así decir, como dos espacios separados y que el hombre pueda abandonar uno
y entrar en el otro; no es que haya cosas caracterizadas por tener su lugar en
el “mundo circundante” y otra que no se den en él sino sólo en el otro dominio,
en el “mundo”. Evidentemente, no son “mundo circundante” y “mundo” dos ámbitos
separados de la realidad, de tal forma que el filosofa se traslada de un ámbito
a otro. El hombre que filosofa no vuelve la cabeza, al trascender en el acto
filosófico el mundo circundante de los días de trabajo; no aparta la vista de las cosas de ese mundo, de las cosas
concretas, manejables, útiles, del día laborable; no mira en otra dirección
para contemplar allí el mundo universal de las esencias. No, por el contrario,
la contemplación filosófica se orienta también a este mismo mundo tangible,
visible, que es extiende ante nuestros ojos, pero este mundo, estas cosas,
estas realidades son interrogadas de una forma especial; se le pregunta por su
última y universal esencia, con lo que el horizonte de la pregunta se convierte
en horizonte de la realidad en su conjunto. La pregunta filosófica va a “esto”
o “aquello” que está ante nuestros ojos; no se dirige a algo “fuera del mundo”
o “en otro mundo”, más allá del mundo empírico de todos los días”. La pregunta
filosófica reza: “¿Qué es “esto” en general y en su último fundamento?” Platón
decía que lo que anhelaba poner el claro el filósofo no es si yo con este acto
cometo o no una injustica, sino QUÉ son en general la justicia y la injusticia,
y así también, qué son, en general y en su último fundamento, el poder, la
felicidad, la desgracia, etc.
Filosofar significa alejarse, no de las
cosas cotidianas, sino de sus interpretaciones corrientes, de las valoraciones
de estas cosas que rigen ordinariamente. Y esto no en virtud de la decisión de
distinguirse, de pensar de otra forma que la mayoría, que el vulgo, sino porque
repentinamente se manifiesta un nuevo semblante de las cosas. Exactamente, es
esta realidad: que en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace
perceptible una faz más profunda de lo real, que a la mirada dirigida a las
cosas que nos encontramos en la experiencia diaria le sale al paso lo no
habitual, lo que no es en absoluto obvio y evidente de esas cosas. Es
justamente a esto lo que está coordinado el acontecimiento íntimo en el que se
ha situado desde siempre el comienzo del filosofar: el asombro.
“Verdaderamente,
por lo dioses, Sócrates, no salgo de mi asombro sobre la significación de estas
cosas y a veces me da vértigo el mirarlas”[1]. Así
exclama el joven matemático Teetetes, después de que Sócrates, el sagaz y
bondadoso interrogador que sabe dejar confuso y atónito, le ha llevado tan
lejos que reconoce y confiesa su ignorancia. Y sigue entonces, en el diálogo de
Platón, la irónica respuesta de Sócrates: “Exactamente
esa disposición es la que caracteriza a los filósofos; éste y no otro es el
comienzo de la filosofía”. Aquí adquiere expresión por primera vez con
matinal claridad y, sin embargo, de forma nada solemne casi como dicho a la
pasada el pensamiento que después, a lo largo de la historia de la filosofía,
ha llegado a convertirse casi en un tópico: el asombro es el comienzo de la
filosofía.
2.-
Ocio y contemplación (Jorge Eduardo Rivera)
… Esta suspensión de los actos interesados
(del neg-ocio) es el ocio. Ocio no
significa no hacer nadad, inactividad. Por el contrario, la actividad
contemplativa, que aparentemente suspende todo quehacer con las cosas, es la
más alta actividad que cabe. Es un esfuerzo por no modificar las cosas, teniéndolas, sin embargo, delante. Es un
esfuerzo por no manipular la realidad. Es un tremendo esfuerzo por no hacer lo
que sabemos hacer y, en vez de ello, dejar, simplemente, a las cosas mismas ser
lo que son y como son.
Este dejar-ser
es la máxima actividad del hombre. Casi nunca dejamos ser a las cosas. Nos
metemos con ellas, las traemos a nuestro círculo para que nos sirvan a nosotros,
las modificamos, las ocultamos, las distorcionamos.
Dejar-ser las cosas no significa dejarlas
de lado, no meternos con ellas, abandonarlas. Todo lo contrario. Abandonar las
cosas sería otra forma de hacer algo con ellas: desecharlas, expulsarlas de nuestra
vida. Aquí, en cambio, se trata de algo enteramente diferente. Se trata de que,
estando ellas en nuestra vida, siendo ellas para
nosotros, siendo-nos, puedan exhibir su ser –el de ellas mismas – y
desplegarlo libremente ante nosotros. Se trata de que ellas estén en nuestra
vida sin ser apresadas por ésta. Que ellas estén sin que nos apoderemos de
ellas. Que estén, y a la vez no estén, es decir, que estén en frente de nosotros. Esta es la distancia que la actitud
contemplativa crea gracias al ocio
precisamente al no hacer ALGO con las cosas.
3.-
Asombro y Filosofía (Jorge Eduardo Rivera)
… Todo es.
El cielo es y es también la tierra; el hombre es
y son los dioses inmortales. Lo grande es y es asimismo lo
pequeño. Lo real es y también es lo irreal. Es lo fantástico y son los
entes matemáticos. Incluso lo que no es es,
“es” precisamente, eso: un no-ser, una pura nada. Se diría que el “es” es
algo así como un perro sabueso que nos agarra y ya no nos suelta más. Las cosas
apareciendo en su ser o mejor, en el ser: he ahí el TODO. Y por eso, cuando lo
que se nos hace extraño es nada menos que el propio “es”, entonces se vuelve
extraño el todo y él, también nosotros mismos: hemos sido envueltos en un
torbellino donde nada nos es ya familiar. No hay donde poner el pie, no hay
morada alguna en la cual estar: nos hallamos en la absoluta intemperie, y en
ella nos extrañamos absolutamente.
… La propia palabra “asombro”. Este vocablo
tiene un origen muy peculiar: el asombro era el susto que se apoderaba de las
caballerías ante una sombra o quizás su propia sombra. Notemos: susto ante algo
enteramente natural y corriente. Asustarse de la propia sombra es como
asustarse de sí mismo –extrañísima zozobra- como asustarse de lo máximamente
cercano y de lo máximamente inocuo. ¿Hay algo menos peligroso que una mera
sombra? De este sentido primero, viene nuestro verbo asombrarse, que, como todos los verbos que significan la
admiración, tienen un sentido medial-reflejo. Un verbo medial es uno que, junto
con apuntar a una cosa externa al sujeto, vuelve sobre este mismo y lo implica
en la propia significación verbal. Asombrarse es asustarse, espantarse de algo
que por algún motivo se nos hace de pronto extraño. Pero, a la vez, es quedar
envuelto uno mismo en ese susto, es decir, sentirse “extrañado”. Ahora bien,
cuando lo que se nos vuelve extraño es que las cosas “sean”, vale decir, cuando
lo que nos extraña es algo que siempre ha estado en las propias cosas (como la
misma sombra), la extrañeza se convierte en extrañeza de todo, en extrañeza
absoluta. Esa extrañeza absoluta es, en sí misma, la manifestación originaria
del ser. No es que el ser se
manifieste y que luego, y como consecuencia de esa manifestación del ser,
nosotros nos extrañemos, sino que el ser se nos muestra por primera vez en la extrañeza y como lo extraño por
excelencia.
Asombro y extrañeza, asombrarse y
extrañarse. Pero la palabra asombro no implica, en su uso posterior, la idea
del susto o el espanto, sino, más bien, la de la ad-miración. Asombrarse es, al
mismo tiempo, admirarse. Ahora bien, la admiración es una forma particular de
la mirada. La admiración es la mirada que se absorbe totalmente en el mirar
mismo, es – como lo dice la palabra – una “miración”, algo así como volverse
pura mirada, contemplación. Pero esta miración, como todo mirar, está vuelta
hacia fuera de ella, hacia la cosa ad-mirada. En ella se sumerge y en ella se
absorbe, por ella queda encadenada, pero no encadenada como por algo exterior
que arrebatara la libertad, sino encadenada gozosamente, desde dentro de sí
misma, como queda encadenado a la amada el enamorado. Por eso, la admiración,
lo único que hace es quedarse en la cosa admirada, “quedarse estando” en ella.
Esto sucede siempre en los estados de ánimo, porque ellos nos abren a nosotros
mismos y, al abrirnos a nosotros mismos, nos abren, al mismo tiempo, a aquello
que nosotros mismos estamos abiertos, vale decir, al mundo a las cosas del
mundo, a los demás seres humanos que comparten con nosotros el mundo y – sobre
todo y en definitiva – al ser y a la realidad en cuanto tales.
Tenemos, pues, tres verbos y tres
sustantivos: asombro y asombrarse; extrañeza y extrañarse; admiración y
admirarse.
Pero hay además, otro sustantivo y otro
verbo que están íntimamente relacionados con los ya nombrados. Me refiero a la
sorpresa y al sorprenderse. Sorprenderse se dice también maravillarse. Ambos
verbos expresan el descubrimiento afectivo de lo prodigioso, de lo inesperado,
de lo que surge por vez primera…
Maravillarse viene de “maravilla”, en latín
mirum, que es lo extraordinario, lo
singular. Maravillarse quiere decir quedar prendido a lo maravilloso, quedar
fascinado por lo prodigioso. Sorprenderse dice lo mismo, pero lo dice en otra
forma. Sorprenderse viene de “prender”, que, a su vez, viene de prehendere, que en latín significa
coger, atrapar. “Sorprender” es una adaptación española del francés surprendre, y significa “coger desde
arriba”. Sorprenderse es, pues, quedar cogido desde lo alto, “sobrecogido”.
Cuando esta sorpresa no lo es tan sólo de
una cosa sorprendente entre otras cosas que no lo son, sino que es un quedar
asido desde lo alto del ser, quedar en suspenso sobre todas las cosas que son y
agarrados por este singularísimo que
es el ser o la realidad, es decir, cuando la sorpresa se convierte en sorpresa
absoluta, entonces caemos en el estupor.
Stupor, en latín, quiere decir algo así como una paralización provocada por
una especie de golpe que nos golpea en el interior de nuestro ser. En efecto, stupor, está relacionado con “golpear”.
El que cae en el estupor, queda como paralizado por algo que lo golpea
interiormente, queda afectado, tocado. Este golpe desde dentro es una especie
de sacudón que nos despierta y nos aturde. En la estupefacción producida por el
estupor se nos revela todo lo estupendo de las cosas y – en el caso de la
filosofía – esa cosa absolutamente estupefaciente es el hecho de que todo sea y
no, más bien, no sea. Realmente, si no fuéramos tan estúpidos, nadie
necesitaría estupefacientes para quedar estupefacto ante todo lo estupendo que
nos rodea.
Asombro-asombrarse: extrañeza-extrañarse;
admiración-admirarse; sorpresa-sorprenderse, maravilla-maravillarse; estupor,
quedar estupefacto o caer en la estupefacción. Distintas maneras de decir –con
distintos matices- esa cosa maravillosa que es el asombro.
… El asombro, el estupor, no está pura y
simplemente al comienzo de la filosofía, como el lavado de manos que precede,
por ejemplo, a la operación del cirujano. El asombro sostiene a la filosofía y
la atraviesa plenamente con su poder.
Por eso, porque el asombro no sólo está al
comienzo de la filosofía, sino que la sostiene en todo momento, puede decir
Aristóteles que “por el asombro empezaron
antaño y todavía hoy comienzan los hombres a filosofar”. Entendamos: por el
asombro se comienza a filosofar y por el asombro se sigue filosofando. Donde no
hay asombro, la filosofía se convierte en un mero juego de conceptos, pierde su
seriedad y se vuelve asunto de “intelectuales”, cosa que la verdadera filosofía
jamás fue.
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